
El saber de la Ciudad: Del valor de la inclusión
FundaciónLa visión de la Ciudad nos orienta hacia un futuro próspero, inclusivo, sostenible y democrático. Incorporar a esos elementos en una visión de futuro supone un acto de compromiso ante su situación presente.
Está el caso de la inclusión, por ejemplo. Aquí, el progreso del género humano se expresa en asumir como un problema la persistencia de formas de conducta social que alguna vez pudieron parecer naturales, como la desigualdad en materia de derechos y oportunidades que afecta a determinados grupos humanos.
Aquí es importante empezar por entender que las diferencias entre los seres humanos son naturales, pero la desigualdad es una construcción social, que encuentra su forma más perniciosa en la exclusión. Esa exclusión abarca grupos sociales completos, a los que limita el acceso a los frutos del progreso y contribuye a perpetuar la situación que origina el problema.
Esto da lugar, por ejemplo, a que las mujeres, los pueblos originarios, los mestizos, los afroamericanos, los pobres y los jóvenes, aun cuando en conjunto constituyen una mayoría social, pasen a constituir en la práctica minorías políticas en riesgo permanente de discriminación en el acceso a oportunidades de empleo, a servicios públicos, y a múltiples formas de vida social.
Así, la exclusión no solo constituye un problema social, sino también uno moral, como un sinónimo de injusticia. No faltará quien diga que esto puede y debe ser aceptado, porque siempre ha sido así. Eso no es cierto.
Sin duda, a lo largo de la historia todas las sociedades que hemos conocido han incorporado la desigualdad como un mecanismo de organización y de relacionamiento entre sus integrantes. Incluso, el historiador Fernand Braudel llegó a plantear que la sociedad moderna había sabido organizar la exclusión a escala planetaria, estableciendo jerarquías de sociedades completas, y llevando a un grado sin precedente la vieja doctrina de dividir para controlar.
Aun así, la exclusión que resulta de esa manera de organizar la vida social ha recibido también una crítica constante, de la cual cabe mencionar tres grandes casos. El primer caso ocurrió con el surgimiento y difusión del cristianismo, que ofreció por primera vez en la historia la esperanza en la salvación a todos los seres humanos, a todos los grupos sociales, y a todas las naciones por igual.
A eso siguió el hecho de que la Gran Revolución francesa de 1789, que llevó a su culminación el paso de la Edad Media a la Moderna, reivindicara como valores fundamentales la libertad, la igualdad y la fraternidad. Y aún debió transcurrir un siglo y medio para para hacer de esos valores un problema realmente universal, a partir de la creación de la Organización de las Naciones Unidas en 1945, y del gran proceso de descolonización que siguió a la II Guerra Mundial, que amplió de 51 a 193 el número de los Estados soberanos de la comunidad internacional entre las décadas de 1950 y 1960.
Esto permitió a la Humanidad, por primera vez en su historia, la construcción de una agenda común para su propio desarrollo, y a crear las condiciones para llevarla a la práctica. Y en ese proceso vino a aflorar la dimensión ética – y por lo mismo, política – del problema, asociada a las dificultades que encaran nuestras sociedades para practicar lo que predican de una manera realmente integral.
Desde nosotros, esa dimensión tuvo un planteamiento práctico, claro y temprano en José Martí. En 1891, dirigiéndose a una sociedad dividida e impedida de ejercerse por el racismo y el temor a la lucha de clases, dijo que quería que “la ley primera de nuestra república sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre.” Y agregó enseguida:
En la mejilla ha de sentir todo hombre verdadero el golpe que reciba cualquier mejilla de hombre: envilece a los pueblos desde la cuna el hábito de recurrir a camarillas personales, fomentadas por un interés notorio o encubierto, para la defensa de las libertades: sáquese a lucir, y a incendiar las almas, y a vibrar como el rayo, a la verdad, y síganla, libres, los hombres honrados. [1]
La verdad a que se refiere Martí incluye, hoy, el hecho de que, si bien hemos ganado el derecho a ser iguales ante la ley, no hemos logrado aún ejercer a plenitud ese derecho desde nuestra diversidad. Eso enmascara y perpetúa a un tiempo los problemas generados por la exclusión en las relaciones de los seres humanos entre sí y con su entorno natural.
Esta organización de la desigualdad busca – y a menudo logra – enfrentar a los excluidos entre sí enfatizando sus diferencias, lo cual promueve enfrentamientos horizontales que hacen muy difícil la organización de la resistencia vertical que demanda la lucha contra la exclusión. Atendiendo a esto, el futuro que cabe desear es aquel en que la unidad de los (des) iguales consiga desterrar de la historia de los humanos el recurso a la organización de la desigualdad como recurso de control social.
A fin de cuentas, la exclusión – que sin duda tiene hondas raíces en la historia de nuestra sociedad y nuestra cultura – es un problema que debe ser resuelto mediante el desarrollo social, o terminará por impedir o distorsionar cualquier proceso de desarrollo humano. Precisamente por eso la Ciudad expresa su visión en la misión de formar una comunidad innovadora que utilice los recursos de la ciencia, la empresa y la cultura para fomentar el cambio social.
El desarrollo al que aspiramos será sostenible por lo humano que sea, o no será. Y esa humanidad le vendrá de su capacidad para superar la exclusión, poniendo al alcance de todos el derecho a ejercer la diversidad que nos caracteriza como especie.
Ciudad del Saber, Panamá, 9 de octubre de 2020
Dr. Guillermo Castro, Asesor Ejecutivo de la Fundación Ciudad del Saber